Erika y Fátima: Música para irnos juntas
Erika y su hija, Fátima, fueron asesinadas en Acapulco, Guerrero, el 27 de marzo —presuntamente—por un expolicía preventivo. El hombre huyó, pero lo encontraron y detuvieron 45 días después del crimen. Más de seis meses después, aún no hay una sentencia.
Texto: Mariana Mora
Ilustración: Alma Ríos
México, 11 de noviembre de 2020.-Erika disfrutó la vida, piensa Ana al mirar atrás los cuarenta años que vivió su hermana. Me consta que la disfrutó, reafirma. Lo que más admira de ella es su valentía, su determinación para vivir como quiso; algo que Ana no se atrevió a hacer para evitarse problemas con su madre. A pesar de lo mucho que ella trataba de protegerlas, Erika decidió vivir su vida. Hasta que un hombre se la quitó.
Norma Erika Herrera Antolino nació en 1979 en la Costa Grande, cerca de Acapulco, en Guerrero, un estado en el sur de México. Era la menor de cinco hermanas; la consentida. Creció siendo berrinchuda, recuerda Ana; por eso tenía un carácter fuerte, pero también un gran corazón. Fue muy entregada a sus amistades y a sus vecinos, le gustaba ayudarles. Ana piensa que era muy sociable. A diferencia de ella, que le gustaba más estar en casa, Erika convivía mucho con sus amigas. Salía a bailar, y cuando bailaba, dice Ana, era como si se desahogara. Lo disfrutaba tanto. Le gustaba la cumbia de la costa, los grupos locales, y alguna vez dijo que cuando ella muriera quería que tocaran la música que le gustaba en su funeral.
Erika estuvo casada con un hombre que era policía, con él tuvo a su hija, Fátima. Su matrimonio fue difícil, violento y luego de tres años se separaron. Poco después, ese hombre falleció. Fátima no había cumplido los dos años.
Erika crió sola a su hija, pero mantenía siempre cerca una fotografía del padre, le hablaba de él, le decía que la quiso y Fátima lo quería también. Erika la cuidaba mucho, a veces la llevaba con ella al trabajo luego de terminar las clases escolares. Eran muy unidas, iban juntas a todos lados; por eso a Ana le pareció tan significativo que también murieran juntas.
Ana piensa que Fátima también era valiente, como su madre. Se pregunta cómo una niña de 13 años aguantó en silencio presenciar tanta violencia. Si alguna vez le preguntaban cómo estaban las cosas en casa, ella decía “bien” y sonreía. Disimulaba el dolor. Ana cree que para ocultar una situación como la que Fátima y su madre vivían se debe de tener mucho valor, o mucho miedo. Quizá ambas.
Además de valentía, las dos tenían redes afectivas que tal vez les hicieron más llevadera la violencia que vivían. Fátima también era muy sociable y amorosa. Después de su muerte, Ana encontró muchos mensajes cariñosos de sus amigos en el perfil de Facebook de su sobrina. Debieron quererla mucho, piensa Ana. Estudiaba el segundo año de secundaria y estaba constantemente en el cuadro de honor de su escuela. Como a su madre, le gustaba mucho bailar.
Erika tenía 18 años cuando entró a trabajar en la Secretaría de Seguridad Pública de Acapulco, en un puesto administrativo. Ahí conoció a su primer marido. También ahí conoció a José Luis «N», un policía preventivo del que se enamoró muchos años después de enviudar, con el que tuvo un bebé y quien terminaría con su vida y la de su hija.
Le gustaba su trabajo, estuvo ahí 22 años. Ana también entró a trabajar a la Secretaría cinco años después que su hermana, pero ella en un puesto operativo: es policía. Coincidían constantemente en el trabajo: cuando Ana pasaba lista, tenía a algún detenido o tenía que hacer algún trámite, se encontraba a Erika. Ahora Ana sigue haciendo su trabajo sin su hermana cerca. La extraña todos los días.
Además de los cruces en el trabajo, las hermanas se veían algunos domingos. Erika y Fátima iban a visitar la casa donde viven Ana y su madre. Se tomaban unas cervezas para desahogar los 30 grados tropicales de Acapulco, conversaban y descansaban de la semana: Ana de andar en la calle, Erika en la oficina. Tenían una relación estrecha, de complicidad, pero había algo que Erika ocultaba y que Ana no pudo ver hasta que fue demasiado tarde.
Su primer matrimonio fue diferente. Erika le contaba a su hermana todo lo que sucedía y ella le ayudaba. A veces pasaba hasta un mes en casa de Ana para alejarse de su marido. Otras veces, Ana incluso hablaba con el hombre, lo hacía entrar en razón. Les aconsejó que se separaran y así lo hicieron. “¿Por qué esta vez no me habló para que yo le ayudara, para que yo me diera cuenta?”, se pregunta una y otra vez.
Erika no le pidió ayuda ni a su hermana ni a nadie. No hubo denuncias previas, ni llamadas a la Policía. Quizá porque conocía demasiado la institución y sabía que era inútil, que él se enteraría y sería peor. Estaba tan cerca de las autoridades que debieron ayudarla y a la vez tan lejos de pedirles ayuda porque temía su inoperancia. En México, solamente el 7% de los delitos cometidos contra mujeres son investigados. La gran mayoría no denuncia porque no confía en las autoridades o por temor al agresor. Erika vivía ambas situaciones. Algunos de sus compañeros de trabajo declararon después de su muerte haber visto cómo José Luis la violentaba en las instalaciones de la Secretaría, pero lo que sucedía en las narices de las autoridades era relegado al ámbito privado, como si no le correspondiera a la institución.
No es solo que José Luis fuera policía lo que dificultaba la denuncia. También le hacía creer a Erika que estaba protegido por la maña, es decir, el crimen organizado. Sin embargo, Ana cree que eso es mentira, porque luego del crimen tuvo que huir para evitar su detención. Pero arriesgarse a probar si es cierto o no, en un país con una fuerte presencia del crimen organizado en las instituciones del Estado, no era una opción. De todos modos, a Ana nunca le dio buena espina la pareja de su hermana.
Ana no sabe bien cuándo empezaron a salir, pero ella se dio cuenta hace alrededor de tres años. A pesar de que él era su compañero de trabajo, Ana trataba de evitarlo, apenas le respondía el saludo. Había algo de él que no le gustaba. A veces él iba a su casa con Erika, y ella parecía feliz, por eso nunca cuestionó demasiado la relación. Frente a Ana y su madre, José Luis era cariñoso y atento, pero más tarde supieron, a través de vecinos y colegas, que la agredía constantemente.
La última vez que Ana vio a su hermana y a su sobrina fue unos días antes de su muerte. Le duele mucho recordar aquella ocasión, piensa que de haber sabido que sería la última vez que la vería, la habría abrazado más, se hubiera quedado a cuidarla. Fue un domingo. Erika le habló por teléfono para invitarla a tomarse una cerveza con ella, pero Ana tenía planes previos con una comadre. Erika insistía, llamaba de nuevo. Ándale, quiero tomarme una cerveza contigo porque tal vez sea la última que me tome, le dijo Erika en el teléfono. ¡Ay, estás loca!, respondió Ana. No se imaginaba que así sería. ¿Erika presentía algo? Ana cree que sí, que los últimos días su hermana estaba completamente cambiada, muy apagada y triste. Cuando Ana llegó a la casa de su hermana, estaban también Fátima y el bebé que tuvo con José Luis. Fátima estaba encantada con su nuevo hermanito, que tenía apenas dos meses de haber nacido. No lo soltaba y le aseguraba a su tía Ana, feliz, que ella siempre estaría con él.
Ese día hablaron de la fiesta de 15 años que querían preparar para Fátima. Faltaba más de un año —apenas hubiera cumplido 14 este noviembre—,pero sabían que tenían que empezar a ahorrar para comprar el vestido y rentar un salón. A Fátima le emocionaba mucho pensar en esa fiesta. ¿Me vas a ayudar con los gastos?, le preguntó a su tía. Claro que te voy a ayudar, respondió. Fátima estaba ansiosa, no podía esperar. “Tranquila”, le dijo Ana, “ya falta poquito”. Fue la última conversación que tuvieron.
Tres semanas después, el viernes 27 de marzo —cinco días después del anuncio de las medidas de aislamiento dictadas por el gobierno mexicano—Ana fue temprano en la mañana a casa de Erika y al llegar vio a José Luis cerca, pero no quiso saludarlo. Se ignoraron mutuamente. Cuando entró a la casa, que estaba abierta, se encontró a su hermana y a su sobrina asesinadas. Lo primero que sintió fue mucha rabia y coraje. Quiso llorar, pero no pudo. No pudo llorar hasta muchos días después. El bebé también estaba ahí, más tarde sabrían que José Luis también lo había agredido. De inmediato, inició un proceso agotador de testificar y esclarecer qué había sucedido con su hermana y su sobrina.
Con la declaración de Ana, pero también con las de algunos pocos testigos que habían escuchado gritos o que habían presenciado otros episodios de violencia, se determinó que José Luis era el presunto feminicida. Lo detuvieron 45 días después en una central de autobuses en Zihuatanejo, a 250 kilómetros de Acapulco, a punto de abordar rumbo a Tijuana. Ana había publicado en redes sociales una fotografía de José Luis, buscándolo a pesar del riesgo. Fue gracias a que alguien lo reconoció en la terminal que pudieron detenerlo. El caso está siendo investigado como doble feminicidio por la Policía Ministerial; sin embargo, después de seis meses de investigación y tras aplazar la primera audiencia sin notificar a la familia, cambiaron a la comandante que estaba llevando el caso y fue como volver a empezar de cero. Ahora les piden más pruebas e hicieron que Ana se presentara en la casa donde ocurrieron los feminicidios para volver a declarar. Para ella fue muy doloroso y revictimizante tener que volver a visitar la casa de su hermana. Ahora siente impotencia por tener que recabar más pruebas y testimonios y teme que no sean suficientes para dictar una sentencia. Varios vecinos y colegas podrían testificar, pero muchos tienen miedo del poder que José Luis pueda tener para salir impune.
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En 2017 se emitió una Alerta de Violencia de Género en Acapulco y otros siete municipios de Guerrero. Se trata de un conjunto de medidas que busca terminar con la violencia, erradicar cualquier trato jurídico injusto y permitir el pleno ejercicio de los derechos humanos de mujeres y niñas. Sirve para visibilizar y alertar sobre el peligro que representa ser mujer en un territorio determinado y que las instituciones gubernamentales tomen acciones para garantizar su seguridad; sin embargo, en Acapulco, esto no disminuyó las muertes violentas de mujeres, ni aumentó la impartición de justicia. Al contrario, Acapulco se encuentra entre los cinco municipios que concentran más feminicidios en el país.
La violencia en Acapulco, sin embargo, no se limita a los feminicidios. Esta ciudad costera, que ha sido históricamente uno de los mayores destinos turísticos del país, se transformó en pocos años en uno de los epicentros de la violencia. Desde el 2012 al 2017, fue el municipio con más muertes violentas de México, derivado de la incidencia del crimen organizado en Guerrero, y particularmente en Acapulco. Tanto así que en 2018 las autoridades estatales y federales intervinieron las fuerzas policiales del municipio por sospechar infiltraciones de grupos delictivos en la institución. Para la antropóloga argentina, Rita Segato, la violencia contra las mujeres se recrudece en territorios en guerra de baja intensidad, como la guerra contra el narcotráfico, declarada por el ex presidente, Felipe Calderón, en 2006.
México fue el primer país que propuso la tipificación del delito de feminicidio y lo incorporó a su Código Penal Federal en 2012. El término, acuñado por la antropóloga Marcela Lagarde, no se refiere únicamente a los homicidios de mujeres en razón de su género, sino también a la implicación del Estado por su incapacidad de garantizar la vida y seguridad de las mujeres. El Código Penal del Estado de Guerrero establece en su artículo 135 que a los feminicidas se les impondrán entre veinte y sesenta años de prisión. Si los jueces declaran culpable a José Luis, esa sería su sentencia.
Por ahora, la familia de Erika solo puede esperar que las pruebas que han presentado sean suficientes para dictar una sentencia a José Luis y esperar que más testigos declaren en las audiencias. Sin embargo, por el contexto de la pandemia, los juzgados no operan de manera regular y se ha extendido el proceso. Las autoridades les dieron fechas distintas a dos hermanas de Erika para la primera audiencia, así que ni siquiera tienen certeza de cuándo acudir a los juzgados. Mientras tanto, el hijo de Erika que sobrevivió al ataque, un bebé que ahora tiene ocho meses, está siendo cuidado por otra de sus hermanas y van a resolver cuál de ellas lo criará.
Ana se siente intranquila. Le preocupa que el feminicida de su hermana salga libre, como sucede en muchos casos. Le irrita pensar que no se haga justicia. Le duele sentir que le falló a su hermana menor, a la que prometió cuidar desde niña. No quiere descansar, ni dejarse hundir por la tristeza, hasta que haya una sentencia. El dolor que siente lo usa como fuerza motora para buscar justicia. Es su forma de seguir cuidandola, después de la muerte.
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Despidieron a Erika y Fátima en la casa de Ana y su madre. Pocas horas después de que se supo de su muerte, empezaron a llegar coronas de flores. Muchísimas flores. Pensaban que no mucha gente acudiría porque estaban en plena cuarentena por la pandemia de covid-19, además de que viven en un andador al cual se llega subiendo muchas escaleras. Con todo y las restricciones sanitarias, la gente las acompañó en el duelo. No cabían en la casa, había personas en la calle. Entraban y salían constantemente. Vecinos, amigas, compañeros de trabajo, familiares, compañeros de la escuela de Fátima. Todos escuchando la música que a Erika le gustaba, justo como ella lo había querido. Ana se dio cuenta en ese momento de cuánto querían a su hermana y a su sobrina, de todo lo que había en sus vidas. Fueron vidas llenas de amistad y así quiere recordarlas.
Este texto forma parte de “Violentadas en cuarentena”, publicada en Distintas Latitudes, una investigación colaborativa regional realizada en 19 países de América Latina y el Caribe sobre la violencia contra las mujeres por razones de género durante la cuarentena por la covid-19. Esta investigación fue apoyada por el Fondo Howard G. Buffett para Mujeres Periodistas de la International Women’s Media Foundation.