Ver que se haga: Sin sudar ni apurarse
Miriñaques: Con los videos que me llegan al telefonito, he aprendido a doblar propiamente calcetines y camisas, a soplar una lámpara de vidrio, cortar propiamente una piña, capturar pulpos con una olla vieja, hacer fuego con un limón y adornar una gelatina con vistosos diseños florales.
Por Antonio Martínez *
Mérida, Yucatán, 30 de enero de 2024.-Trabajé hace años en una venerable institución cuyo Director, ante la necesidad de llevar a cabo una tarea ingrata, o cumplir con una directriz absurda, empleaba una lapidaria frase que engañaba por la ligereza con la que la pronunciaba: Hay que ver que se haga.
El hecho de que cumplir con el cometido no era algo de su incumbencia quedaba claro cuando, al pronunciar la fatídica sentencia, se daba media vuelta y se marchaba, dejando al Subdirector atragantado con un nuevo problema.
Los empleados que tenían mayor antigüedad evacuaban el área apenas el Director comenzaba con Hay que ver, y para el momento en que concluía con que se haga, en la oficina nada más quedaban los novicios y los que tenían problemas auditivos; pues todo trabajador experimentado sabe que, cuando hay que ver que algo se haga, es inevitable que alguien lo acabe haciendo, quien previsiblemente es el más despistado o el más neófito.
Vino a mi memoria este edificante recuerdo de mi vida laboral porque me he dado cuenta de que en los últimos meses llega a mi telefonito un número cada vez mayor de vídeos que te muestran rápidamente cómo realizar una variedad de tareas y artefactos.
Editados con pericia, la velocidad a la que suceden las acciones tiene un efecto extrañamente hipnótico y gratificante. Es así que he aprendido a doblar propiamente calcetines y camisas, a soplar una lámpara de vidrio, cortar propiamente una piña, capturar pulpos con una olla vieja, hacer fuego con un limón y adornar una gelatina con vistosos diseños florales.
Algunas de estas habilidades son de clara utilidad práctica, pero otras son de un orden más esotérico.
Estoy en deuda con un muchacho filipino por el conocimiento necesario para hacer una piscina de bambú con un machete, así como con un fornido canadiense, quien me mostró cómo hacer una cabaña de troncos de madera gigantescos y con una anciana beduina que me enseñó el fascinante arte de cocinar huevos en una cáscara de sandía para cuarenta personas.
He aprendido también de una señora coreana cómo restaurar un par de zapatos deportivos en un santiamén, y de un peluquero italiano cómo pegarle greñas a un rastafari calvo.
En cualquier momento, si la ocasión lo hiciera necesario, que lo dudo, soy perfectamente capaz de construir una mesa con un tronco viejo y resina epóxica, fabricar un hacha medieval con todo y mango, arreglar una vieja plancha con una navaja suiza y hacer un horno de leña con puro lodo.
Lo que son las cosas, hace un año ignoraba cómo se hacen los caramelos, cómo funciona una dobladora de aluminio, cómo fríen las papas en Persia y el mejor método para plantar lechugas; mientras ahora puedo considerarme un experto en reparar bombas de agua soviéticas, purificar agua de charco con una botella de plástico y preparar albóndigas de lentejas.
Al principio me excusaba pensando en que todo redundaba en mi superación personal, pero ya debo admitir que me he vuelto adicto. No es el tema, es la acción lo que me hechiza. Y el hecho de que uno ni suda, ni se apura. Puro ver que se haga. Y aquí lo dejo, que tengo un video esperando que enseña cómo construir un teléfono de madera. Hacia el futuro y más allá.
* Escritor de provincias.