La ciudad de la lujuria: Andar La Habana
No nos sentimos ajenos a los cubanos y a su cultura, tenemos demasiadas cosas en común, algo de lenguaje, la comida, la música, el eterno calor bochornoso.
Por Rafael Gómez Chi*
Mérida, Yucatán, 9 de diciembre de 2018.- La Habana no luce como la última vez que estuve en ella en el verano del 2006. Algo ha cambiado. Tal vez sea la gente o a lo mejor puede ser que mi percepción sea otra, desde luego, influenciada por el mundo en el que normalmente me desenvuelvo, en una cultura totalmente distinta a la de los cubanos. Pero lo que destaca dentro de todo este asunto es que La Habana sigue siendo una caja de sorpresas.
Escribo desde un departamento en el quinto piso de un edificio al lado de la Plaza Mella, frente a la Escuela de Farmacia, un soberbia construcción concebida por el rector José M. Cadenas y Aguilera en 1940, con unas columnas jónicas que sostienen el dintel principal que asoma a la calle Ronda, donde inicia la calle L, en el Vedado.
Un murmullo embiste la ventana mientras escribo. No entiendo que dicen, sólo son algo así como gritos sucedidos uno detrás del otro. Asomo por la ventana y se trata de unos niños corriendo en los pasillos del edificio de la Escuela de Farmacia. A unos pocos metros, sobre una pequeña explanada de descanso de las escalinatas de acceso a la Universidad de La Habana algunos jóvenes juegan al soccer. Lo hacen descamisados, en equipos de dos en dos, pero lo hacen como si de un torneo importante se tratase. Juegan muy limpio porque no se agreden y cada vez que el balón sale fuera de los límites de la improvisada cancha se detienen para esperar el saque. Todavía hace algunos años era impensable mirar que alguien juegue fútbol callejero en La Habana. El ruido de los motores del tráfico que circula hacia la calle 23 y el que viene o va hacia Infanta contribuye a mezclar los sonidos en el ambiente.
Desde el techo del edificio en el que me encuentro puede admirarse gran parte de la ciudad. Por la parte norte se aprecia la enorme torre coronada por Nuestra Señora del Carmen, pues sobresale por entre todas las construcciones. Al fondo se observa el Capitolio y el edificio de Teléfonos de Cuba; y hacia un costado el Morro y más al fondo el fuego que emanaba de unas torres que seguramente eran de extracción de gas natural. En el otro extremo, hacia el oeste, los pájaros revolotean la cima del hotel Habana Libre. Por el otro lado, en la parte Este de donde me encontraba se veían más construcciones y pequeñas formaciones de montaña.
Además del ruido de los automóviles y de los murmullos futboleros que me llegan, desde la calle, en la plaza Mella se oye el rodar de los carros de madera con los que algunos adolescentes se deslizan por la pendiente. Este “deporte” es de práctica frecuente en la plaza Mella, pues ofrece un escenario perfecto para el desliz de esos carritos construidos artesanalmente con los materiales que se tengan a la mano. Son de madera con rodamientos de acero tomados de algún carro inservible.
Ha sido un día muy tranquilo. La noche anterior tuve intenciones de mirar el carnaval de La Habana, pero me quedé con las ganas porque resulta que había concluido desde el viernes anterior a mi llegada a esta ciudad. De cualquier manera la música me distrajo por esa zona hasta un poco después de las tres de la mañana, cuando emprendí el regreso al departamento.
Les decía que había sido un día muy sosegado. Salí con una amiga a comprar algunas cosas al agro, pero antes pasamos por la Cadeca (así le llaman los cubanos a las casas de cambio) para obtener moneda nacional. Después pasamos a la farmacia que está en el centro comercial del Habana Libre, aunque no la alcanzamos abierta. De todas maneras nos quedamos observando por unos instantes las tiendas de ropa y de calzado que hay por ahí. Las zapatillas deportivas Adidas, Reebok, Nike y Lacoste son las preferidas por los cubanos y muchos de ellos procuran agenciarse sus buenos pesos convertibles para poner tenerlas.
Del centro comercial caminamos hasta una tienda sobre Infanta. Pero también estaba cerrada. Queríamos comprar un litro de aceite para freír algunos filetes de pescado, pero no hallamos nada no porque no hubiera, sino porque ya estaba todo cerrado. Decidimos entrar a un establecimiento de la cadena Palmarés al lado de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen a tomar algo. Mi amiga pidió una Coca Cola, para no despreciar al imperio, y yo le pegué a una lata de Cristal. Un poco antes de ello, mientras ella me llevaba a un jardín donde días atrás miró un trébol de cuatro hojas, se nos acercó un anciano a ofrecernos cucuruchos de chicharrón de cerdo. Y compré uno. Mientras lo hacíamos unos hombres daban de gritos en el juego del dominó.
Volvimos al departamento subiendo por Neptuno hasta la escalinata de la universidad. Hice varias fotografías en la escalinata de la Universidad. Minutos antes compré tres libros por sólo 37 pesos cubanos, algo así como 16 pesos mexicanos. Increíble. En México esos libros me hubieran costado por lo menos 400 pesos. Fotografié, además, el pórtico de la Federación Estudiantil Universitaria, la tanqueta que los jóvenes estudiantes capturaron durante la Revolución, el árbol de la libertad, una cabeza de Juárez en uno de los jardines y desde los pasillos la casa donde se hospedan los estudiantes extranjeros y los que vienen de otras provincias cubanas a estudiar aquí a la capital.
Almorcé cerdo en Los Perritos, restaurante del hotel Colina. Bebí dos naranjitas y probé pastel. Estaba bueno, a secas. Entré a otra librería, en esta ocasión la venta era en CUC, es decir, la moneda de cambio cubana cuyo cambio diario se ubica a medio camino entre lo que aquí nos cuesta un dólar y un euro. De cualquier manera los libros en CUC son muy baratos. Sólo para tener una idea, la edición de Lumen de La Isla del Día de Antes, de Umberto Eco cuesta 2.75 CUC. El promedio de costo de otros libros era de 4 y 5 CUC. Si promediamos la paridad del CUC con el peso mexicano aún en estos días se trata de auténticas gangas. Pero, claro, estamos hablando de un país de lectores, no de una nación llena de analfabetas funcionales como la nuestra, donde leer un libro cuesta no sólo demasiado dinero, sino esfuerzo y cuando la gente adquiere alguno prefiere esas porquerías de superación personal y las novelitas de Paulo Coelho. No quiero decir que todos los cubanos sean extremadamente cultos, porque mentiría, pero sí leen cosas mejores, con mayor calidad, como lo diría uno de mis profesores de la universidad, cuestiones que sí tienen densidad semántica.
Después anduve buscando una librería científica que se localiza en 23 e I, pero como no recordaba la dirección exacta cuando la hallé estaba cerrada. Ya eran más de las cinco de la tarde. Tendré que volver. Mientras tanto crucé a la Casa de Periodistas, de la Unión Nacional de Periodistas de Cuba donde a la entrada hay una efigie de José Martí convertida en un Chacmool, lo que demuestra la admiración que el exégeta tenía por la cultura maya y en particular por esa representación. Le pedí a mi amiga que me fotografía junto al Martí Chacmool y luego en la puerta de la casa. Pero vino una mujer malhumorada a cerrarnos la puerta en nuestras narices.
Pasamos a la Cadeca a obtener eme ene. Así le dicen a la moneda nacional. Unas jineteras pasaron junto a mí haciéndome ojitos. Pero no les hice caso. No estoy para que me roben. Ultimamente he sabido de varios casos de turistas que son asaltados por las jineteras y sus proxenetas. Es cierto, en la calle tienen ciertas restricciones, porque la policía anda muy cerca y ya las conoce, pero siempre se las arreglan para delinquir con el pretexto del sexo. Ahora te las encuentras en los centros nocturnos y si quieres una de lujo, por así decirlo, pues basta con subir al Turquino, en la cima del Habana Libre y listo. Ah, sí, debes llevar por lo menos cien cucos. Si no, no lo intentes.
Cogimos una máquina hasta la Habana Vieja. Pagamos en eme ene. Dimos una vuelta hasta el Gran Teatro Nacional, cuyo edificio, por su estilo arquitectónico, fue llamado por Alejo Carpentier como el más ecléctico de La Habana. Y es que deberían ver esa belleza, esa obra de arte. Es monumental. Debió haber costado un trabajo enorme levantarlo. Lo rodeamos. Fotografié, desde abajo, las estatuas de Niké que parecen lanzar al aire sus laureles para coronar a La Habana. Están en los cuatro costados del teatro. Al lado está el Capitolio. Dicen que se trata de una copia con las mismas dimensiones del estadounidense. Luce impresionante. Pero a diferencia del que se localiza en los Estados Unidos, aquí la gente se acerca a sus jardines y juega futbol, se reúne en corro, práctica el karate, conversa, fuma un tabaco o simplemente se sienta a descansar en sus bancas mientras se mira pasar el tiempo. Entramos a una tienda a comprar Pelly de jamón, una golosina que los cubanos adquieren a menudo por aquí. Sustituye a las famosas Sabritas mexicanas. Pero en ese establecimiento frente al Capitolio no había Pelly.
Decidimos rodear el parque de la Fraternidad donde hay efigies de los más grandes políticos y libertadores de América como Juárez, Allende, Bolívar, Lincoln y otros que no recuerdo. De ahí cruzamos el pórtico que da la bienvenida al Barrio Chino de La Habana y estuvimos parados en la esquina donde inicia la famosa calle de Zanja, pero no caminamos por ella, nos decidimos por algo más denso y nos aventamos a la calle de Aguila donde la situación estaba verdaderamente de miedo. Dicen los que conocen La Habana que a los turistas les recomiendan no aventurarse por esos rumbos, pero a nosotros no nos importó. Y, en honor a la verdad, ellos estaban en lo suyo y nosotros en lo nuestro, así que nadie nos dijo nada. Donde sí nos molestaron en un par de ocasiones fue en la zona turística que rodea a los museos.
Primero se nos acercó un tipo montado en una bicicleta a ofrecernos un sitio donde almorzar. No hicimos caso. Si le hubiéramos hecho caso nos habría costado, además de lo que íbamos a pagar por la comida, tener que darle a él un cuco por lo menos. Y ya no nos lo íbamos a poder zafar porque iba a estar pegado a nosotros. Luego en la Plaza Central se nos pegó otro sujeto ofreciéndome, a mí en particular, puros Cohiba. Pero tampoco le hice caso.
Luego de la aventura en la calle de Aguila llegamos hasta San Lázaro y fue entonces que caminamos a un parque que me recordó los de la ciudad de Mérida, por sus bancas, sus árboles, las tiendas que lo rodeaban y el semáforo con los policías que sólo se la pasaban llamándole la atención a la gente. Descansamos un rato en el parque y luego caminamos a la calle de Neptuno a buscar una máquina. Cuando caí en la cuenta nos hallábamos en la famosa esquina de la canción: entre Prado y Neptuno. Lo malo fue que los policías no nos permitieron quedarnos ahí. No nos dijeron nada, pero no era conveniente esperar allí la máquina, pues el chofer habría de tener problemas porque no les permiten subir extranjeros que paguen en eme ene. Pero uno siempre se las arregla, además nosotros no nos sentimos ajenos a los cubanos y a su cultura, tenemos demasiadas cosas en común, algo de lenguaje, la comida, la música, el eterno calor bochornoso de un día cualquiera que te hace sudar a mares.
*Lingüista, antropólogo, escritor y periodista con 26 años de experiencia.