La cantina mágica (aún no gentrificada)
Miriñaques: Las cervezas vacías se guardaron a sí mismas con mucho concierto en sus respectivos cartones y estos a su vez se apilaron contra la pared, mientras nuevas botellas se guardaban en el refrigerador.
Por su parte, la basura se auto seleccionó en orgánica, inorgánica e innombrable y se refugió en bolsas que se cerraron automáticamente y se agruparon en el bote que abrió y cerró amablemente su tapa.
Por Antonio Martínez *
Mérida, Yucatán, 4 de noviembre de 2024.-Un detalle que se escapa a los viajeros casuales y a los recién llegados a estas lajas, es que en la Villa Blanca ocurren sucesos espacio-temporales que son inexplicables desde la física convencional o heterodoxa y que solo pueden explicarse con la magia.
Desde el Way chivo a la X ́tabay, del Kakasbalal chupacabras, todos vivimos expuestos a los conjuros inescrutables de los fenómenos sobrenaturales.
El jardinero que poda con esmero el seto de una mansión en el norte de la Villa es posiblemente un h’men que te puede convertir en sapo con una sola palabra. El chofer de la guagua es quizás un nahual de jaguar que podría, si quisiera, arrancarte el corazón y devorarlo en un suspiro, mientras en el súper la señora con la bolsa de la compra hace pócimas y amarres y la cajera ejerce por las noches como lectora del tarot y hace limpias de ruda. Es tan común aquí la magia que a nadie ya le sorprende encontrar casos de prestigiditación, hechicería blanca y brujería negra, taumaturgias, encantamientos, nigromancias y tauromaquias.
Así las cosas, una mágica mañana estaban por dar las once en el campanario de catedral cuando don Saturnino apartó los desencajados batientes de la entrada al aclamado salón la Copa de Oro y procedió a descerrajar candados y cerraduras. Al empujar la puerta, la luz inmensa de la Villa Blanca se precipitó al interior, iluminando de manera sesgada los restos de la batalla del día anterior; ciertamente un espectáculo dantesco, pues habían celebrado la Lista de las palabras más chistosas y habían acabado hasta las calcetas.
Vasos vacíos y platos con restos de botana, sillas tumbadas, servilletas, cervezas y tragos sin acabar, el monóculo de don Primitivo, todo regado por el suelo, mientras que tras la barra asomaban alteros de sartenes, tapas y ollas sucias, tenedores y cucharones, botellas de licor abiertas y picheles por lavar.
Con un suspiro profundo, el veterano cantinero cerró la puerta tras de sí y le acomodó la tranca con esmero. Una vez a solas, lejos de miradas indiscretas, su faz y talante cambiaron súbitamente y, extendiendo sus brazos y poniéndose de puntillas, comenzó a realizar una serie de prodigiosos pases mágicos, pronunciando en voz baja encantaciones largo tiempo olvidadas.
De pronto, un milagro se produjo en la cantina. Al compás de una musiquilla que no se sabía de donde salía, todos los objetos comenzaron a moverse en el aire como dotados de vida propia: se abrió la llave de la tarja y todos los enseres se pusieron en fila para ser limpiados por una esponja de edad añeja que sola se enjuagaba y enjabonaba.
Las cervezas vacías se guardaron a sí mismas con mucho concierto en sus respectivos cartones y estos a su vez se apilaron contra la pared, mientras nuevas botellas se guardaban en el refrigerador. Por su parte, la basura se auto seleccionó en orgánica, inorgánica e innombrable y se refugió en bolsas que se cerraron automáticamente y se agruparon en el bote que abrió y cerró amablemente su tapa.
Las sillas se enderezaron y la mesa se sacudió de restos y se pasó un trapo. La escoba barrió el serrín y el trapeador empujó el resto de la mugre a las esquinas, que son expertas en hacerla desaparecer. En cuestión de segundos, la cantina quedó limpia, ordenada y lista para abrir.
– Guau – exclamó don Leperiades, el mendigo de la esquina, materializándose en la barra recién bruñida – menudo truco.
Don Saturnino se volteó sobresaltado. – Don Lepe, ¿qué hacéis aquí?
– Es que fui al seguro y salí temprano. Pero dígame su merced, ¿dónde aprendió usted esta magia tan aprovechada? Me recordó al mago Merlín en la película de Disney.
– ¿Qué magia? No sé de qué está usted hablando.
– No se haga don Saturnino, que lo he visto todo, confiese.
– Bueno, pero cuento con su discreción, se lo suplico.
– Por supuesto mi querido amigo, ¿quién querría hacer mal a su propio cantinero que le fía?
– Esta bien, pero le advierto ¿eh? – aceptó don Satur descorchando una caguama para don Lepe y otra para sí – Me lo enseñó Madame Mim – confesó por fin.
– ¿Madame Mim? ¿La legendaria Madame Mim?
– La misma.
La revelación trajo memorias olvidadas a la mente de don Lepe. Hacía años que nadie mencionaba el nombre de la otrora afamada socialité, quien, habiendo engalanado por lustros la vida social de la Villa Blanca con sus hechizos, y dicen algunos que con sus otros encantos, había desaparecido súbitamente e inexplicablemente, dejando tras de sí un reguero de historias, anécdotas, bulos y corazones rotos.
– Ayyyy. No me diga que tuvo sus quehaberes con ella, don Saturnino, suspició don Lepe – … dicen que estaba del lado federico – añadió con malicia peninsular.
– De cara nada más, de cuerpo era una Venus calipigia – se defendió, hundiéndose al mismo tiempo
Don Lepe hizo una nota mental para checar la palabreja en el Google más tarde – No sé, pero cuentan que sí sabía hacer bailar a una hamaca – elaboró sin necesidad y con tono compungido. – Desde que se fue se acabó la magia en esta triste villa de Dios.
– ¡Por las llagas del cordero cabrío, don Leperiades! No me diga usted que usted también, también ¿usted?
– Tambiem – admitió don Lepe acabando la caguama. – Ella me enseñó el truco para materializarme y desmaterializarme a mi antojo y también para desplazarme a velocidad cuántica. Puedo atravesar paredes y no necesito transporte.
– ¡Qué cosas! Me lo debía haber sospechado, pero hacía años que ya no me acordaba de ella. Bueno, por las mañanas nada más, al abrir, pero cada vez es una memoria más inasible. Que esto quede entre usted y yo, no vaya a hacerse el chisme y me nombren Cantina Mágica y me gentrifiquen.
Se escucharon tres golpes recios y don Saturnino desetrancó la puerta para dar paso a don Carlos Castillo, el poeta de la Villa, elegante a pesar de cargar una cruda estelar y a don Primitivo Pérez, el escribano, en similares condiciones que disimulaba con su edad.
– Buenos días sus mercedes, ¿se fijaron si olvidé ayer mi monóculo? – preguntó don Primi.
– Aquí está, y su Montblanc – contestó el supremo barman sirviéndoles unas bien heladas en vaso largo.
– ¿De qué hablaban tan entretenidamente sus señorías? – preguntó el vate tras un instante con patricia despreocupación y levantando el vaso vacío para pedir otra.
– Nos estábamos acordando de Madame Mim – respondió imprudentemente don Lepe.
– Aaaah. Madame Mim. Tremenda hechicera. Fata Morgana.Venus calipigia. Y un alma bondadosa también. Digan lo que digan las malas lenguas – peroró don Carlos entre tragos puntuales.
– A poco ¿también usted tuvo correspondencia con ella? – inquirió curioso don Lepe.
– No lo sé. Y por eso no podría acordarme. Así que si me acordara no me acordaría. Lo que sí sé, es que me dio un regalo invaluable: el poder de la desmemoria, que funciona de modo que no puedo acordarme de ningún encuentro romántico. Entre las ventajas está que cada encuentro es nuevo, por lo del olvido y además queda uno a salvo de indiscreciones, que no son propias de un hombre cabal. Es así como los antiguos caballeros cruzados de la Orden de Malta conservaban el celibato sin practicarlo – se explicó y apuró aristocráticamente su vaso.
– Y ¿entre las desventajas? – No las recuerdo.
Todos entonces voltearon a ver a don Primi, por ser el último sospechoso que quedaba, el cual levantó la vista al techo por un rato disimulando yucatánicamente, pero tuvo que claudicar. – Yo tampoco me acuerdo, por la edad, pero he de admitir que fue ella quien me regaló la Lista de las Palabras Mágicas, que tantas veces me han sacado de apuros como metido en ellos.
Y así quedaron nuestros héroes, con la mirada ensoñadora y bebiendo cerveza al mismo tiempo, cada quien recogido en sus recuerdos y en sus olvidos y en sus botanas, cuanto se abrió repentinamente la puerta de la cantina y entró muy contento don Orondo, aposentándose en su doble silla y liquidando la primera de un trago. – Les traigo un chisme buenísimo, mis queridos contertulios. Que digo buenísimo, atómico. Un escándalo, un escándalo.
– Cuente, cuente.
Don Orondo Batallas, cronista perpetuo, era el ser más chismoso que haya hollado estas tierras, y disfrutó el momento zampándose un platillo de lomitos. – Bueno, ahí les va. Ya sé que sucedió con la desaparición de Madame Mim, ¿se acuerdan de ella, sus señorías?
Y sí, se acordaban. Las historias de su desaparición incluían que se ahogó en un cenote, que huyó con un cubano, que se fue a la ciudad de México y se cambió el nombre y que la desapareció el jefe de la policía, aunque el consenso era que había sido victima de las maquinaciones de doña Beatriz de Montejo y del obispo don Diego de Landa.
Y sin más, don Orondo les contó la historia; pero esa es otra historia.
NOTA. Checar Venus Calipigia en Google.
* Escritor de provincias.