Crónica de lo absurdo en una cantina misógina de Mérida
No me cabe en la cabeza cómo puede seguir existiendo cantinas que no permiten la entrada a mujeres.
Rafael Gómez Chi*
Mérida, Yucatán, 31 de julio de 2019.- El cantinero nos detuvo en seco. “No servimos a mujeres”, aporreó, sin mirarnos a los ojos. Y volteó de nuevo hacia aquel grupo de hombres, alegres, bajo los efectos de la libación, sentados en torno a una barra anquilosada, anacrónica. En estos tiempos en los que las redes sociales revientan de alegría por los derechos de las personas, todavía operan en la otrora huertana Mérida, las cantinas misóginas.
No es la primera ocasión que me sucede. Hace algunos años, cuando conocí a Lennys, me atreví a invitarla a la desaparecida cantina El Bufete, que funcionó allá en el Centro Histórico, en el cruce de las calles 62 por 65, pero no nos dieron servicio. El Púas, cantinero apodado así por su extraño parecido con el campeón de boxeo Rubén Olivares El Púas, me dijo que no podían atender mujeres en el local. Al menos El Púas, siendo amigo mío, fue comedido.
Pero en La Copa de Oro no. Aquel señor de detrás de la barra solamente negó la atención, pero lo hizo como quien da una orden, al más puro estilo de un sicario que ordena plata o plomo.
Pero, ¿por qué llegamos a La Copa de Oro? ¿Quiénes íbamos ese día? Fue el sábado de la gira del Presidente Andrés Manuel López Obrador. Después del evento en el Complejo Deportivo de La Inalámbrica nos pusimos de acuerdo algunos compañeros y mi amiga la periodista Lilia Balam para ir por un par de cervezas, en parte por convivir, en parte por el intenso calor que derretía las molleras de los yucatecos.
Empezamos con tandas en el Bar El Poniente, ubicado en Avenida Itzáes cerca del Hospital O´Horán, en un ambiente agradable, con buena botana. Íbamos Herbeth, Guillo, Roberto y Lilia. Como ya había terminado mis notas y mi crónica del evento, la tarde era libre, así que acordamos hacer un recorrido por sitios donde se rinde el culto a Baco. Guillo dijo que fuéramos a La Copa de Oro. Y fuimos. Pero fue desagradable.
No me cabe en la cabeza cómo puede seguir existiendo cantinas misóginas. Por más vueltas y por más pretextos, excusas, justificaciones, argumentos, choros y retahílas de cualquier clase y de cualquier tipo, no lo comprendo.
Pero la estupidez más grande es esa de “le van a faltar al respeto”. En primera, nadie tiene por qué faltarle al respeto a nadie. Ninguna persona puede ofender a otra ni siquiera con razones para hacerlo. Todos tienen derechos y todas son iguales a los demás. Mujeres y hombres somos exactamente lo mismo ante las leyes y ante la sociedad.
Nadie por encima de nadie. Una mujer no es una dama ni es una reina. Mucho menos una princesa. Una mujer es una mujer y punto.
Pero ahí, donde argumentaron que le podrían faltar al respeto, fueron sumamente groseros al negarle el servicio. Esa fue la más grande falta de respeto no a Lilia Balam sino a la mujer. Y eso no puede permitirse más.
De acuerdo, el negocio tiene todo el derecho de servir al que se le dé la regalada gana. Pero su funcionamiento depende de las normas y de las reglas ya establecidas por la sociedad en las que, al ser público, es decir, atiende clientes, no puede sobreponerse a las leyes en torno a la discriminación por ninguna circunstancia.
No es un salón privado ni un club de amigos, es un local abierto al público cuya función primordial es ganar dinero. Y estando la situación tan difícil como está ahora, sobre todo para las cantinas, no me cabe en la cabeza cómo es que niegan la atención a una persona que, desde luego, va a gastar el dinero y por ende, dejar un beneficio.
Ya sé. Hay personas que van a rebatirme y otras que no. Los dueños dirán que los difamamos y que hacemos mala publicidad. No. No es para opinar a favor o en contra. Y no es mala publicidad. Yo no impedí el servicio a una mujer. Y hay quien se pone la soga al cuello y solito patea el taburete. (Ilustración de Patricio Betteo)
*Lingüista, antropólogo, escritor y periodista con 26 años de experiencia.