Olga, enseñar a otros a indignarse era su vocación
Que cada estudiante tuyo en que dejaste huella honre tu memoria al desafiar las injusticias que se encuentre a su paso.
Por José Castillo Baeza
Mérida, Yucatán, 18 de septiembre de 2024.-La recuerdo en un salón de clase. El cabello largo hasta la cintura, la blusa floreada. La recuerdo hablándonos, con el plumón en la mano y la vocación de profesora desbordándose en palabras que caían sobre nosotros, sus estudiantes, como nieve fresca de la Cordillera de los Andes, como polvo de luz. Solo pasado el tiempo, uno descubre que hay personas que son como brújulas. El muchacho asustado que era yo a los dieciséis años encontró en Olga Giustinianovic, profesora de Historia y de Sociología, algunas certezas que no han dejado de acompañarme a lo largo de la vida.
Enseñaba con pasión porque entendía la educación como lo que es, un acto comunitario. Era consciente de que sus estudiantes, más temprano que tarde llegarían a tomar decisiones y que uno, como profesor podía, con algo de suerte, influir en esas decisiones que nunca son actos enteramente individuales. No olvidaré nunca la clase en la que nos habló del golpe de estado de Pinochet, de cómo la Historia y su memoria personal cristalizaron en las lágrimas de rabia que se deslizaban por sus mejillas mientras nos contaba de Víctor Jara, del dolor del exilio, de un Chile al que esperaba volver para ver a su familia. Enseñar a otros a indignarse es una vocación. A Olga le debo eso. No sé si alguna vez le hice saber hasta qué punto su mirada perfiló mi existencia.
Ella entendió la crítica como un acto de amor a los lugares que se ama. Nunca se cansó de decir las cosas de frente y como son. Le acompañaron siempre la ironía necesaria y también la resignación de las causas perdidas. Muchas veces una tristeza honda se le filtraba en la voz. Amaba la música, las tiras de Mafalda y el vino. Su hogar era Jimmy, Alejandro y Ernesto; sus perros y sus gatos; sus plantas.
Aunque no era profesora de literatura, tuvo la sensibilidad de una, y jamás desistió de promover la cultura entre sus estudiantes, máxime cuando veía cómo, año con año, teníamos un bachillerato cada vez más pobre en humanidades y en ciencias sociales.
Nunca terminaré de agradecerle una clase en la que nos explicó la imaginación sociológica. Me abrió la cabeza. En ese tiempo, la mayoría de los estudiantes se mataba por entrar a la UADY. No conseguirlo se traducía inevitablemente en un fracaso personal. Olga nos dijo que el fracaso no era individual sino de las instituciones del Estado que no eran capaces de garantizar educación para todos. Eso me motivó a escribir mi primer artículo periodístico que terminó publicándose en el Diario de Yucatán. Hasta ese momento yo solo escribía cuentos. Olga me despertó una vena que no sabía que tenía. Gracias a ella supe que también podían escribirse otro tipo de textos, y que era necesario hablar de las problemáticas que nos rodean.
Con el tiempo nos hicimos amigos y conocí en ella todas las formas de la generosidad. Una vez me trajo de Santiago dos libros hermosos que contenían la obra completa de María Luisa Bombal. Siempre tendré presente la fresca tarde de noviembre en la que nos invitaste a mí y a otros amigos a probar unas chilenísimas sopaipillas que tú misma habías cocinado. Tampoco olvidaré la noche feliz en la que Jimmy, tu gran amor, nos preparó hamburguesas y cantamos hasta muy tarde a Silvio y a Serrat.
Escribe Fabián Casas: «El maestro conduce al alumno hasta la entrada de un bosque que ni siquiera él sabe cómo va a poder salir, en realidad sólo va a poder salir con la ayuda de su alumno. Me encanta este poema de Juan Luis Martínez: “Cuando era niño me perdí en el bosque, ahora el bosque tiene mi edad”».
Que tu voz hable a través de la mía en cada clase, que tu recuerdo encuentre casa en cada adolescente que comienza a pensar por cuenta propia, que cada estudiante tuyo en que dejaste huella honre tu memoria al desafiar las injusticias que se encuentre a su paso. Que el mundo se vaya haciendo mejor, solo porque tú pasaste por aquí.
Gracias, Olga.