Un gigante encajado en la puerta de una cantina
Espejo de Caballerías: Del buen suceso que el valeroso don Carlos tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de las turistas belgas, con otros sucesos dignos de felice recordación
Por Antonio Martínez *
Mérida, Yucatán, 20 de enero de 2023.- Los dichosos habitantes de la Villa Blanca saben que, en la Copa de Oro, negocio de postín situado en el Metaverso de la Colonia Petronila, caben pocos parroquianos; en concreto tres, don Primitivo, don Carlos y don Orondo, el último de los cuales ocupa con su gran humanismo el 80 por ciento del espacio disponible. A ellos cabría agregar al Cantinero, don Saturnino, apostado sagazmente tras la barra, y a don Leperiades, el mendigo de la esquina, quien se escurría al local de manera milagrosa, desafiando las leyes del espacio, que no había, y del tiempo, pues en un instante estaba y al otro estaba de vuelta en el semáforo; verdaderamente un mendigo Schrödinger.
La cantina era tan pequeña que cuando se instalaban los socios no quedaba espacio para juego alguno, excepto los juegos de palabras, lo cual, como hombres de letras (un escribano, un cronista y un poeta), les conformaba a los viejales.
Pero no aquel aciago día, en que don Orondo se había retrasado por asistir al Gremio de Señoras de Catedral, que iban a repartir tamales, por lo que inusualmente había espacio para más personas en la minúscula cantina.
Las cosas raras no suceden solas, y sucedió entonces que dos turistas de Bélgica, que se habían perdido buscando el ADEO para abordar una guagua rumbo a Villa Cancum, entraron muertas de sed al honorable establecimiento. Un hecho así jamás había sucedido y causó cierta sorpresa en los inquilinos del local, quienes disimularon yucatánicamente. El primero en reaccionar fue naturalmente don Saturnino, debido a su impecable educación como camarero, quien reacomodó rápidamente la mugre de la barra con un trapo gris deleznable mientras sonreía a las recién llegadas con profesional humildad.
– Buenos días señoritas, bienvenidas a la Copa de Oro, ¿qué les puedo ofrecer?
– Gefresco pog fafog. Dos, grgacias, amable cantineggro. – Contestó la primera.
– ¿Coca o de sabor?
– ¿Agua teneg? ¿Minegal?
– Les gecomiendo le Topo Chico, es la mejog, – comentó casualmente don Leperiades que súbitamente estaba instalado en la esquina de la barra junto a las muchachas, quienes amablemente voltearon ante la voz de tenor del mendigo.
– Bienvenidas sean sus megcedes a esta su humilde casa, mucho ggusto, – añadió quitándose la cachucha del Verde, – pegrmítanme presentagme, don Lepegiades González, guía de tuguistas, – añadió, mintiendo y mostrando su versatilidad laboral, así como los tres pelos que le quedaban en la cabeza.
– Muchougusto en conocegle. Yo seg Didí. Nosotgas venig de Bélguica.
– Y yo seg Dodó, ¿Cómo dominag usted tan bien la lengua belga?
– ¿Pegdón? – preguntó don Lepe, momentáneamente confundido por la pregunta.
– Ah, apgendí en Linguapek…
Todo suceso histórico es una cadena de situaciones irrepetible y toda causa tiene consecuencias, hasta en el reino animal. Sucedió que en la Copa de Oro habitaba inadvertidamente hacía años un viejo mosco, don Anófeles Bustillos, quien llevaba una cómoda existencia en el local, aunque solamente tenía un cliente. A don Primitivo no tenía caso picarle, pues apenas tenía sangre; a don Orondo lo mismo, por su gruesa corteza; a don Saturnino prohibido, por ser dueño de la cantina, y al mendigo imposible, por la rapidez con que se desplazaba, lo que le dejaba únicamente a don Carlos. Con una sola picada al día, el zancudo tenía su dosis de alimento y alcohol, y no se quejaba de la vida. Pero aquella memorable jornada, don Anófeles despertó su instinto mosquetero al detectar la presencia de las visitantes foráneas y rápida y hábilmente picó a la turista Didí en el hombro. Ésta levantó instintivamente el brazo para rascarse, diciendo: – Putain de moustique, – que se traduce igual.
En ese preciso instante, don Orondo se acercaba sudando y resoplando por la calle 47. Como es bien sabido, el cronista padecía de innumerables enfermedades, incluyendo todas las comunes, muchas extrañas, otras innombrables, ciertas dolencias desconocidas y algunas ficticias. Ataques de gota, taquicardias, presión alta y baja al mismo tiempo (dependiendo de dónde se la medían), tiritera, anafrolopaxia, vapores, torzón de estómago, pólipos, coágulos, síncopes y apócopes le ocurrían con frecuencia. También padecía de Covid ancho, aplastia, afasia y baile de san Vito, así como de síndrome de hueso revenido, piedra, colitis, artritis, miopía, cálculos biliares, ronchas, úlceras, ínfulas, manías, uña encarnada, caspa, lumbalgia y hemorroides, sin ánimo de ser exhaustivos.
Pero con certeza, la más rara de estas aflicciones era la Axilofobia Turgente, que le provocaba súbita y desaforada hinchazón al ver un sobaco femenino, dolencia que le había mantenido toda su vida alejado de playas, balnearios y albercas.
Así sucedió que, al ingresar inocentemente a la cantina, don Orondo se encontró con la visión de la axila de la turista belga, que se rascaba la picadura del mosquito, lo que hizo que se transformara literal e instantáneamente en un pez globo, y que quedara encajado firmemente en el quicio de la puerta. Quienes estaban al interior sintieron como se estancaba el aire, quedando la cantina hermética.
Don Saturnino abrió diligentemente la pequeña ventanuela del mingitorio con una cadenilla oxidada para ventilar y se oyó un chiflido peculiar al entrar el aire y un olor acidito se expandió en el local, en el que reinaban el pasmo, la incredulidad y el parpadeo rápido de ojos. Don Leperiades trató sin éxito de buscar con su muleta algún espacio para escabullirse entre piernas y tobillos, y a ambos lados de las orejas.
– Tá tupido, – declaró a modo de diagnóstico, – no se va a poder.
Don Primitivo fue el primero en reírse, y todos se unieron, dado que la imagen de don Orondo encajado en el marco de la puerta era ciertamente hilarante. Don Carlos, tratando de sobreponerse a la pavorosa visión, trató de alcanzar su ron campechano, con tan mala fortuna que agarró el vodka de don Saturnino y lo vació de un trago. Aquí es pertinente apuntar que una de las pocas dolencias con que contaba don Carlos, aparte de romanticismo severo, era la aversión al vodka, bebida que le provocaba estados febriles en que se imaginaba ser uno de los héroes de la literatura fantástica que le había robado, en la juventud, el seso. Y fue así que levantándose y viendo a las dos Dulcineas en peligro exclamó con entusiasmo dirigiéndose al cantinero:
-La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubre un desaforado gigante, con quien pienso hacer batalla y quitarle la vida, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
– ¿Qué gigante? -preguntó don Saturnino.
-Aquél que allí ves – contestó don Carlos – de los brazos cortitos, que es rareza entre esta raza de gigantes.
– Mire vuestra merced – aconsejó el cantinero – que aquél que allí se parece no es gigante, sino don Orondo, agigantado.
– Bien parece – respondió don Carlos – que no estás cursado en esto de las aventuras: es un gigante; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con él en fiera y desigual batalla.
Y diciendo esto, arrebató al mendigo su muleta, agarró la charola de la barra como escudo, se colocó un pichel de latón en la cabeza y se trepó sin aviso en la espalda de don Saturnino, a quien dio de espuelas como a Rocinante, diciendo en voces altas:
– Non fuyades, cobarde y vil criatura; que un solo caballero es el que os acomete.
Y diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a sus señoras Dulcineas de Flandes, pidiéndoles que en tal trance le socorriesen, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el gigante que estaba delante; y dándole una lanzada en la panzota, hizo la muleta pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho hasta la esquina del bar.
– Mon Dieu, – dijo Didí.
– Sacre Bleu, – dijo Dodó.
– ¡Botanaaa! – rujió don Orondo, al que con el golpe le había subido un poco de aire a la garganta, asustando a todos.
– Ayyyyy, – se lamentó don Carlos recuperándose del suelo.
– No pasa nada, ya ha sucedido otras veces, aunque siempre en exteriores, … no se afanen sus mercedes, que se desinfla en dos horas por sí solo – les tranquilizó don Primitivo.
– Ne pa le pgoblemé, – tradujo don Lepe, – des heuges, voilá, desinflé.
– Pego nosotgas pegdeg autubus de Cancum, no podeg espegag tanto.
– ¿No podéis hacer algo? – suplicó don Saturnino a don Primi, ya que con tanto jolgorio nadie estaba bebiendo.
– Sí, – admitió el viejito con reticencia, – basta con decir la palabra mágica.
– Y ¿por qué no lo dijo antes?
– Tuve la tentación, pero como vi a sus mercedes gustosamente entretenidos … y hacía tiempo que no me reía tanto, a decir verdad … Amén de que las palabras mágicas no hay que usarlas con impremeditación.
– ¿Cuál es la palabga mágica? – preguntaron todos al unísono.
– Diminuto – dijo don Primitivo, y al escucharlo don Orondo recuperó su forma normal, quedando solamente semiencajado en la puerta y con un gentil empujón le sacaron de nuevo a la calle.
Las dos turistas huyeron despavoridas, sin pagar sus aguas, para desmayo del cantinero, y nunca se supo más de ellas. Dicen las leyendas que tuvieron tan mala suerte que acabaron extraviadas en la colonia Chuburná, pero esa es otra historia. (Ilustración de iStock)
* Escritor de provincias.