Se nos quemó el Teatro… otra vez
“Ya hemos dejado que se destruyeran retablos, murales, capillas, haciendas, las casonas del centro, las mansiones porfirianas, los arcos, los pavimentos y hermosas fachadas y patios… Simplemente dejamos que los elementos y la negligencia hagan su trabajo por nosotros».
Por Antonio Martínez *
Mérida, Yucatán, 16 de diciembre de 2022.-Esta es una historia muy muy triste. Aquel hermoso día de otoño, don Primitivo Pérez, esforzado escribano del Cabildo de la Villa Blanca, entró a la sala de juntas donde encontró cómodamente arrellanado al valeroso cronista don Orondo Batallas con un jaibol en la mano, en el que flotaba alegremente un limoncito. Les había convocado doña Beatriz tras conocerse el incendio en el Teatro Peón Contreras. Al fondo de la sala, sentado en un taburete en la barra del bien surtido bar, cabizbajo y meditabundo, el poeta don Carlos Castillo se había brincado directamente al tequila por las malas noticias, y ya llevaba tres.
– ¿Llegó el alcalde?
– No, ni va a llegar. Está en un crucero por el Nilo.
– Tampoco importa, ni es asunto nuestro, el teatro lo vendimos hace lustros…
En ese momento, justo a lo hora del Ángelus, entró doña Beatriz de Montejo, acompañada de un sujeto novedoso, a todas luces foráneo.
– Buenos días sus mercedes, permítanme presentarles al filósofo Hiker Casillas, de Hispania, que dará una conferencia esta noche en la Casa del Patronato Prohispania.
– Mucho gusto, soy Hiker Casillas, de Hispania, y daré una conferencia esta noche en la Casa del Patronato Prohispania, – dijo el pensador sin pensárselo mucho.
– Bueno, a lo que vinimos. Una catástrofe -, dijo doña Beatriz.
– Una tragedia, aunque predecible, – dijo don Primitivo, quien como buen estoico ya se había imaginado hacía años la destrucción del teatro. – Bola cantada, de hecho…
– Es peor que eso, sus señorías, achicharrar a las Musas del gran Nicolás Allegretti es ya el no va más de la estulticia, – replicó don Carlos, quien desde párvula edad, cuando acompañaba a su mamá a los conciertos dominicales, había estado enamorado de las dichas Musas de vaporosos vestidos, y se preguntaba qué sería vivir entre ellas, flotando entre nubes, ascendiendo hasta lo más alto del cielo, donde reinaba la Diosa Afrodita… Ya nunca lo sabría. – Es el fin de los tiempos, sin duda – remató, haciendo contacto visual con el mesero para pedir otro tequila.
– Lo es, mi querido amigo, – intervino don Primi, – pero siempre es el fin de los tiempos, así que no pasa nada que no hubiera podido pasar.
– Estamos devastados. Se nos quemó el Teatro, es una gran pérdida – explicó doña Beatriz al foráneo.
– No es bueno acostumbrarse a ganar, pero tampoco es bueno acostumbrarse a perder. Es bueno perder después de ganar y es bueno ganar después de perder. Es bueno levantarse después de caerse y es bueno caerse después de levantarse, y volverse a caer -, dijo el filósofo Hiker Casillas sin que se le moviera un pelo.
– Y ¿tiene remedio? – preguntó Francisco de Montejo el Junior.
– Es dudoso -, contestó don Carlos ligeramente irritado, – es como preguntarle a un pollo rostizado si tiene remedio.
– Pero en algo tiene razón el poeta. En esta justa nos hemos pasado de lanza, dama y caballeros, debemos ostentar el record Guinness de destruir el patrimonio histórico, – admitió don Primitivo.
– Sin duda, – confirmó don Orondo muy satisfecho. – Para empezar, arrasamos con la orgullosa ciudad de Tiho hasta los cimientos. Nos costó cuatrocientos años, pero lograrlo conseguimos. Hoy no queda la más mínima huella de las majestuosas pirámides mayas que se elevaban desafiantes al cielo. Todo un logro bien logrado.
– Pero las pirámides no eran nuestras.
– No, pero la fortaleza de San Benito sí, y también la destruimos, con todo y que era un convento.
– Pues sí, pero fue un gran negocio para la Santa Madre Higlesia y nuestros bolsillos de sus señorías, que es un acto de gran caridad – excusó el obispo Diego de Landa que acababa de llegar.
– Ni que decir del Olimpo, donde libaban los caballeros de antaño entre el patricio sonido de las bolas del billar surcando el verde tapete bajo los elegantes guiños plateados de los espejos y candelabros y todos los caballeros fumando puros y bebiendo cognac– suspiró don Carlos con un dejo de melancoholía y tabaquismo.
– Aunque también fue un negocio redondo -, intervino don Emiliano Díaz agregándose a la camarilla. – Primero demolerlo, luego venderlo para estacionamiento de taxis, para después volverlo a construir, esa cosa horrible que hicimos … Pronto procederemos a demolerlo para convertirlo en estacionamiento otra vez. No podemos evitarlo, es nuestro de por sí. El ciclo sin fin.
– Y ¿cuál es la reacción social a todo esto? – preguntó inocente el filósofo Casillas.
– Nada, ninguna, a todos les ha pasado de largo, menos a dos poetas, a los blandengues de siempre y tres o cuatro grillos que hacen poco ruido. O sea, que a nadie le importó un pepino.
– A mí sí me duele, – dijo don Carlos.
– Y a nosotros, – contestó doña Beatriz, – pero es el precio que hay que pagar, así que lo paguen otros, que es su deber. Recordad que incluso vendimos la fachada de la Casa del Gran Montejo al banco ese, Bancaimán, porque ni queríamos vivir allí, y ver la fachada es gratis. En ocasiones es necesario asumir el dolor, es el Sacrificio de la Vida, que escribió el poeta.
– A ver que hay en las redes…, – dijo el joven Montejo, – … miren, este pájaro dice que debería organizarse una colecta en la Villa Blanca para restaurarlo, como en Notre Dame…
– Jajajajajajajaja, buena suerte, – rieron todos y bebieron.
– Y este otro trapecista propone pedir un préstamo para reparar el irreparable daño.
– Jajajajajajajaja, – rieron y bebieron y volvieron a beber, como peces en el río, pero en ese momento aparecieron por fin las botanas, lo que les calmó un poco.
– Este otro dice que no importa, que el pasado es pasado, Hakuna Matatay que sobre las cenizas de la belleza antigua crearemos un nuevo esperpento. También dice que su primo el artista Valentín Vergara pinta murales y da su teléfono.
– Pues si seguimos así, ya nada más falta que se destruya la Catedral, – se cuestionó don Orondo.
– No se puede, – ponderó don Diego de Landa, – construímosla con grueso aparejo de recios muros de mampostería. Lástima, imaginen el negocio…
– Es que ya hemos dejado que se destruyeran retablos, murales, capillas, haciendas, las casonas del centro, las mansiones porfirianas, los arcos, los pavimentos y hermosas fachadas y patios… la lista es larga.
– El Cine Teatro, el Salón Apolo, el Cine Aladino, el Cine Maya …, que en paz descansen…- añadió don Carlos con pesadumbre.
– Y un sinnúmero de Cantinas venerables y de Salones Cerveza: El Alegre Sapo, el Siboney, el Bufete, La Flor del Bazar, la Lira de Oro, la Sombrita, la Ruina … sin mencionar ancestrales antros como Villa Maya, Kalia o el Tequila, – recitó el mesero, que se sabía su cuento, trayendo otras frías.
– Pero recordad que hemos mercado todas esas propiedades a precio de oro. Ni nuevas las hubiéramos vendido tan caras. Es el efecto Vintage, – explicó el joven Montejo – que significa rancio, para que me entiendan vuesas mercedes.
– Pues habrá que cambiarle el nombre al teatro, – consideró don Orondo.
– ¿Por qué? – preguntó don Hiker.
– Porque cada vez que se quema le cambiamos el nombre, por aquello de la mala suerte.
– Pero ¿ya se había quemado antes?
– Uuy, claro. Está maldito desde que hicieron el Primer Congreso de las Feministas hace una centuria, – respondió el fraile.
– Disculpen, a ver si entiendo bien, ¿ustedes destruyen sus propias propiedades con un oculto propósito crematístico? – inquirió el profundo filósofo ibérico.
– No, si podemos evitarlo, – contestó don Orondo con un escalofrío, – dado que participar activamente implica mucho esfuerzo, Dios nos libre. Simplemente dejamos que los elementos y la negligencia hagan su trabajo por nosotros. Obran maravillas en conjunto. Pura sinergia deconstructiva.
– Y ¿no hubiera sido más fácil conservar esos monumentos? – insistió el foráneo.
– Pudiera ser, – apostilló doña Beatriz, – pero eso hubiera sido equivalente a sacar dineros de nuestras arcas, que son sagradas. Es mucho más barato dejar que otros paguen lo que nosotros no queremos mantener cuando se destruye y entonces nos lo apropiamos de nuevo.
– ¿Pero no es un poco masoquista?
– Naturalmente, pero para ganarnos el paraíso del otro plano debemos primero destruir el paraíso de este plano, que es pecaminoso y convexo, – pontificó don Diego, con una lógica impecable. – Yo siempre he querido quemar la Pagoda de la 500, con lujo de violencia y crujir de dientes.
– Nooo, – intervino don Ulises, el secretario del Alcalde, – ese monumento es patrimonio histórico de la Villa, y buena fuente de atracción turística. Es invaluable. Instagramable.
– Ciertamente, si todas las destrucciones nos han dejado pingües ganancias, no podemos dejar pasar la oportunidad, – concluyó don Emiliano. – Dejaremos que lo arreglen los Neo-Aztecas o el Instituto de Antigüedades y luego nos apoderaremos nuevamente de él. Y construiremos sobre sus cenizas una torre de departamentos de cuarenta pisos.
– Confunde y vencerás, – exclamó el joven Montejo.
– Que significa que engañes al enemigo para lograr la victoria, – les explicó el filósofo Casillas porque era su deber filosofal.
– Espléndido.
– Estupendo.
– Escalofriteco.
– Espeluznante, – musitó el poeta para sí mismo y su tequila, quien fue el único que le escuchó.
Aquella noche, a las altas horas, un desmoralizado don Carlos se encaminó a su morada caminando con paso incierto, pero aristocrático por las calles vacías de la Villa y se sentó en una banca en la Tercera Orden a tomar un respiro y un traguito de ron cubano que traía en una cuartita, a la memoria de cada una de las nueve hijas de Zeus: Clío, musa de la historia; Euterpe, de la música; Talia, de la comedia; Melpómene, de la tragedia; Terpsícore, de la danza; Erato, de la elegía; Polimnia, de la lírica; Urania, de la astronomía, pero al llegar a Calíope, su musa particular, patrona de la retórica y la poesía, en un pestañeo se le quedaron pegadas las pestañas.
Como todo el mundo sospecha, aunque no ha podido demostrarse porque los únicos testigos son los teporochitos, que tienen poca credibilidad, en las noches de luna llena, cuando el polvo de las hadas de la ceiba duerme a toda la Villa, las estatuas cobran vida y se reúnen en el Gran Teatro, donde los espíritus de los músicos pasados de la Orquesta Sinfónica, que viven en el ático, interpretan valses y cancán, bajo la cúpula en la que danzan las nueve Musas.
Aquella noche, como las otras, porque era quien vivía más cerca, la primera en llegar fue la llamada estatua de la Madre, quien entró al vacío y fantasmal teatro seguida de don Carlos sin dar crédito a sus ojos de piedra, vagando por los palcos carbonizados, entre las hileras de butacas cubiertas de ceniza, el hollín flotando aún en el aire, la mirada fija en la cúpula ennegrecida, que, como el ojo de Sauron, le devolvía la mirada.
Al día siguiente don Carlos pensó que lo había soñado. Pero no.
* Escritor de provincias, quien desearía no haber tenido que escribir nunca estas líneas.