El día que se secó el río Yangtsé
“Los chinos habían inventado uno de los grandes descubrimientos de la civilización, la pólvora, y gracias a ello se habían inventado las armas de fuego y los humanos se habían empezado a matar mejor y más eficientemente, y la violencia se empezó a apoderar del mundo para bien del orden y del progreso”.
Por Antonio Martínez*
Mérida, Yucatán, 9 de diciembre de 2022.- Esta es una historia triste. Sentado en una de las escasas sillas de la Copa de Oro junto a Don Primitivo, el antaño galán y otrora heredero de una bien dilapidada fortuna familiar, don Carlos Castillo se había quedado sin habla mirando la noticia que asomaba tímida, casi inofensivamente, en una esquina del Diario Yucatánico.
Afortunadamente, el enorme tamaño del periódico ocultaba el sufrimiento interno que ya se hacía patente en su noble rostro, aunque la noticia que le había dejado en ese estado podría parecer de poca importancia: SE SECA EL RÍO YANGTSÉ. Porque la verdad es que no había escasez de catástrofes en la sección de Ultramar que había estado hojeando. El presidente ruso Putin amenazaba con soltar armas nucleares en la invasión de Ucrania, y sus tropas usaban la central nuclear de Zaporizhzhia como campo de tiro.
La crisis económica global provocada por el aumento de los combustibles y la recesión anunciada para los vecinos de USA y las potencias occidentales ocupaban también los espacios de los noticieros, mientras una catástrofe ecológica seguía a la otra en rápida sucesión, desde olas de calor e incendios a deshielos, huracanes, tifones, sequías e inundaciones, como la última que había sufrido Pakistán, que el Creador les ampare. Y todo el mundo como si nada.
Cierto es que la sabiduría convencional nos dice que en Yucatán no nos afecta nada que ocurra más allá de Chicxulub (Puerto), pero que se secase el Rio Yangtsé cayó en el ánimo de don Carlos como una noticia pésima y tristísima, grotesca, infernal, nefasta y lapidaria, dejándolo sumido en una estupefacción de la que no podía sacudirse. El asunto era que, desde su temprana infancia, en la escuela, don Carlos había desarrollado un incipiente apego por China en la materia de Geografía. La China, les enseñaba el maestro con un rancio mapa colgado con un hilo de un clavo torcido en la pared, era enorme y estaba atravesada por el Rio Yangtsé y el rio Amarillo.
En una época tan racista no faltaba el niño que destacara que, como los chinos eran amarillos, estaba bien que su río fuera también amarillo. Ayudaba también a la memoria que contaran con un gobernante original del mismo color, el Emperador Amarillo y que la mayor maravilla que tenían era una muralla, apropiadamente denominada la Muralla China, que se veía desde la Luna. En suma, para el niño Carlitos, que con su desbocada imaginación estaba lejos de ser el mejor alumno de su salón, era mucho más fácil acordarse de China o para el caso, de Italia, con el Rio Po, capital en Roma y los fundadores Rómulo y Remo, que les crio una loba, que de países como Botswana, con el rio Zambezi, el estrecho del Peloponeso, o la ciudad de Zaporizhzhia, que en aquella época ni se conocía en estos rumbos.
Tan absorto estaba en sus pensamientos, que don Carlos no se dio cuenta de que se abrieron las puertas giratorias de la cantina para dejar paso, a regañadientes, a don Orondo Batallas, quien llenó instantáneamente con su humanidad todo el espacio disponible en el venerable tabernáculo (que en justicia era un breve espacio) y se sentó en sus dos sillas, saludando al prócer, quien levantó la vista de la sección de Sociales, en la que había estado morboseando a las jóvenes figurantes del próximo Baile del Club Campirano.
– Buenos días tenga su merced, don Primitivo. ¿Qué le pasa a don Carlos? – dijo mirando por encima del periódico. – Se ve muy rígido. Ni parpadea.
– No es nada -, contestó don Primitivo juiciosamente, alcanzando el jaibol sobre la mesa y tomando un delicado sorbo.
– ¿No será por la viuda Domínguez, que se ha buscado un amante cubano? – inquirió el cronista mendazmente.
– No creo, – le respondió el cantinero mientras le servía una caguama de Carta Clara en un pichel, – de buena fuente supe que ya regresó con la viuda Fernández…, otra cosa ha de ser…, pero de seguro es grave…, fíjense sus mercedes que ni ha tomado su cerveza, …, a lo mejor es estrés -, sentenció, y abrió otra caguama para el cronista, que siempre llegaba sediento y ya había dado buena cuenta de la primera.
– Puede que por alguna noticia del diario le haya dado el patatús.
– ¿A ver? Pero si el periódico no es de hoy, … quién sabe de cuando sea -, dijo don Primi ajustándose los anteojos, – no, pues si es de hace dos meses…
– Pero algo tiene, pobre hombre, vean su cara, parece que está en la China -, terció don Satur.
– No es nada -, insistió don Primitivo
– Puede ser desidia -, dijo don Orondo, – o abulia quizás, o apatía común.
– O incontimpencia -, inventó don Leperiades, el mendigo del semáforo, por decir algo y anunciar su llegada, escurriéndose junto a la barra y llevándose a los labios su caguama. Así continuaron, pidiendo sus bebidas favoritas y proponiendo diagnósticos del estado de don Carlos, que incluyeron: le dio un aire, fue un vahído, un soponcio, el telele, se le retentó la cruda, pálpito, susto, pasmo, un sofoco, la presión, falta de vitaminas, brujería y botulismo, descartándose el choknay el cocoliztli, que producen síntomas diferentes.
Ignorante de lo que sucedía a su alrededor, el magín de don Carlos seguía en la lejana China de su infancia, de la que con los años había ido incrementando su conocimiento. En el Imperio Celeste, aparte del Rio Amarillo, existía el río Yangtsé, el tercer rio más largo del mundo, que nacía ni nada más ni nada menos que en el Himalaya, que era la cima del mismo mundo. Y aquí era donde se ponía bueno, desgranaba el maestro don Arsenio con ojos incendiarios: los chinos habían inventado uno de los grandes descubrimientos de la civilización, la pólvora, y gracias a ello se habían inventado las armas de fuego y los humanos se habían empezado a matar mejor y más eficientemente, y la violencia se empezó a apoderar del mundo para bien del orden y del progreso, sin contar, del lado amable, los fuegos artificiales que eran deleite de grandes y chicos.
Un poco menos importante, culminaba el profesor, pero digno de mención, era que habían inventado por su propia cuenta la escritura, que estaba hecha de palitos, y no había que aprenderse.
Con el tiempo, el Imperio Celeste se volvió una tierra sagrada, mítica y propia; una fuente inagotable de exotismo y misterio. Entre los paquetes que enviaba desde Hispania la tía Lilia, la hermanita de su mamá, que se había casado con un militar franquista, llegó una vez un ejemplar de El Loto Azul, la aventura de Tintín ambientada en China, edición de pasta dura, en la que se une a la orden de los Hijos del Dragón para luchar contra el malvado espía japonés Mitsuhiratu, sembrandoel ánimo de aventuras en su mente inocente.
Después descubrió que en China también existía el Rio Rojo gracias a la inolvidable novela de Emilio Salgari apropiadamente denominada La perla del Río Rojo, edición económica de Porrúa. En las largas mañanas sentado en el pupitre, mientras otros maestros enseñaban figuras geométricas, ángulos y teoremas que al joven Carlos nada le importaban, su mente vagaba por el rio Yangtsé, junto a la princesa Li Yin, heredera del Imperio, o bien recorría los mercados de especias en las orillas del rio Amarillo en busca de un antídoto contra la malaria, o luchaba contra los malditos ingleses en un junco pirata cargado de opio frente a las islas de Hong Kong.
Su educación se había acrecentado con las películas del Dr. Fu Manchú, diabólico villano que odiaba a la civilización occidental y al hombre blanco (El regreso de Fu Manchú, Fu Manchú y el beso de la muerte y El castillo de Fu Manchú). Incluso en una ocasión, en la adolescencia, en que andaba enamorando a una jovencita del Colegio Teresista, se había leído el aclamado libro A orillas del Rio Yangtséde Elizabeth Foreman, que le había parecido un tostón insufrible.
Aunque después escuchó en casa y en conversaciones de adultos que la China era comunista y que su gobernante se llamaba Mao Tse Tung y los pérfidos chinos se convirtieron en la amenaza amarilla, su fascinación por el oriente nunca se extinguió, gracias a que llegaron las películas de artes marciales, todas las de Bruce Lee, pero en especial la de Jackie Chan El Mono Borracho en el Ojo del Tigre (Drunken Master), por razones obvias.
Don Carlos nunca había llegado a la China, aunque casi, si contamos su contacto con las delicias orientales en el salón La Maison de la Porte de Jadede Madame Chuchú en París, que estaba prolijamente decorado con lámparas, biombos y pinturas orientales en las que surcaban los juncos entre las montañas brumosas de las gargantas del Yangtsé, sus velas flotando en el tiempo. Es por eso que la noticia de que se había secado el río de sus sueños la sintió como si le hubieran robado de un plumazo la infancia, la juventud, la literatura, el cine, la magia, a la princesa Li Yin con su kimono y, en suma, las ganas de vivir.
– El diagnóstico es lo de menos, debemos hacer algo para sacarlo del trance – dijo don Saturnino viendo que don Carlos no consumía, con la preocupación que un padre siente por su hijo.
– Eso es fácil, nada más basta con pronunciar la palabra mágica y regresará con nosotros – dijo don Primi.
– Y ¿por qué no lo dijo antes?
– Les dije que no era nada, pero como vi a sus mercedes gustosamente entretenidos…
– ¿Cuál es la palabra mágica? – preguntaron todos al unísono.
– Pantorrilla – dijo don Primitivo, y al escucharlo don Carlos despertó de su aturdimiento. Con gran esfuerzo, pero sin perder la patricia compostura, dobló el periódico y agarró su cerveza. Para su sorpresa estaba caliente, cosa que jamás le había sucedido. Con gesto cansado, la desechó y pidió otra. Es el fin de los tiempos, pensó, y sí era.
* Escritor de provincias.